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La economía del miedo

El miedo es una reacción que produce la presencia real o imaginaria del peligro.


LEYBALa memoria de las generaciones presentes tiene como hitos de peligro en el país a dos eventos dramáticos: la hiperinflación y la materialización del default.

En ambos casos, la explosión de la pobreza y la conformación de un estado generalizado de incertidumbre acuden a una memoria de miedo que paraliza el futuro.

Ese miedo paraliza. Y la inacción alimenta el peligro toda vez que la semilla del mal está germinando.

Es que la deuda y la inflación son paralizantes respecto de las decisiones estructurales que atacan las causas de la deuda y de la inflación.

El miedo obliga a desplazar la atención de las causas y a concentrarse ingenuamente en las consecuencias de ambos males. Y el no atacar a las causas es lo que hace a la recurrencia de los dos.

Desde hace 45 años, inflación y deuda son el registro cotidiano de una vida sin demasiado horizonte.

Esa es la economía del miedo que nos ha paralizado.

Un estancamiento que lleva 45 años combatiendo la inflación y tratando de saldar la deuda, sin atender a la estructura, y “creciendo” a una tasa de 0,68% del PBI por habitante, lo que implica que podríamos duplicar nuestro nivel de ingreso por habitante en el año 2122.

¿Cómo opera la economía del miedo paralizante? Veamos ejemplos recientes.

Acababa Néstor Kirchner de asumir la presidencia y me encontré de manera casual con uno de sus dilectos amigos y hombre de íntima confianza, a quién trataba como de igual a igual. Además, un hombre de consulta en todos los temas que podamos imaginar.

Me manifestó – entre orgullosa y alegremente – su cierta molestia por haber sido conminado por el recién asumido Presidente a concurrir dos veces por semana a la Casa Rosada, debiendo dejar sus actividades empresariales – en los cuatro puntos cardinales – para aconsejar al Jefe de Estado.

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Me pintó a NK tal cuál fue como presidente. Pero lo más importante, de lo mucho que me adelantó, fue que Néstor, además de un cierto desprecio por el sector industrial y las actividades productivas en general – según su amigo, para NK, “los costos no existían” -, decía tener claro que nada podría hacer sin previamente arreglar la cuestión de la deuda externa que, en aquél momento, estaba en default y en coma farmacológico.

La deuda externa volvía una vez más a ejercer una suerte de papel paralizante.

Arreglarla llevaría tiempo y, en el mientras tanto – para Kirchner -, nada relevante, estratégico, de diseño, se podía hacer.

Eso es lo que interpretaba “el amigo”, de lo que Néstor le expresaba para fundamentar un silencio acerca del futuro que, a él, le resultaba inexplicable.

La espera, no sólo era la espera. Para el amigo de Néstor era un gran interrogante que Kirchner ponía entre paréntesis y que no pensaba responder.

Pero él tenía la convicción de que el nuevo Jefe de Estado no tenía ninguna idea acerca del futuro para Argentina. Pensaba que “la cuestión de la deuda” era una excusa para “ir viendo”.

Habiendo escuchado esa convincente explicación en las columnas de la ya desaparecida “Debate” – que dirigía el inolvidable Marcelo Capurro – me adherí durante la era NK a que la dominante filosofía del momento era el “paso a paso”, el “vamos viendo”, “tiros cortos”, que rigió los cuatro años de Néstor.

Su amigo estaba seguro que NK quería poner las cuentas fiscales en orden. Que esa era la principal convicción presidencial, independientemente de la deuda.

Me dijo que el pensamiento rector de Kirchner era que sin orden fiscal, no se podía administrar el Estado.

Pero hasta allí llegaba su “visión”. Nada que sugiriera el largo plazo.

No comentaré todos los detalles, pero sí puntualizaré uno muy relevante.

El empresario, amigo del Nº 1, me relató una charla en la que él le dijo al Presidente: “decime qué pensás para el futuro, porque yo puedo seguir siendo empresario si avanzas en el capitalismo; o profesor de matemáticas si crees en el socialismo”.

Si bien eran posibilidades extremas, así de grande veía – este confidente – las opciones de futuro que podía disparar Néstor.

De lo que concluyó, luego de darme a entender que ni para esos extremos habría respuesta, que lo mejor sería que sólo fuera presidente por un período. Porque él creía que el contenido de Néstor no daba para un plazo tan largo como dos presidencias.

Es textual. El amigo era realmente amigo y – por otra parte – una persona intelectualmente brillante.

Pues bien. Hoy, Alberto – al igual que ayer Néstor – más allá de su voluntad, se enfrenta a la que considera absoluta prioridad: resolver la deuda externa. Y sé que también está convencido de que “no se puede gobernar con déficit fiscal”.

Es obvio que tenemos que cruzar un río tormentoso.

Pero “arreglar” la deuda y lograr el “equilibrio fiscal” requiere definiciones adicionales.

“La suerte está echada” es una frase resonante que se pronunció antes en enfrentar una decisión inevitable de consecuencias históricas.

“La suerte está echada” corresponde a cada momento histórico en el que no hay vuelta atrás. No hay escenario alternativo. O cruzamos el río tormentoso, que no es lo mismo que nadar a favor de la corriente, o el mero transcurso del tiempo nos habrá de consumir.

El presente es improrrogable, es un tiempo finito que se encoge y nos aprieta hasta la asfixia. Esos tiempos nos obligan a arrojarnos al cruce tormentoso.

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La continuidad de este presente es insostenible.

Iniciar el cruce del río, la negociación de la deuda, es inevitable. Es, sin dudas, una condena heredada. La suerte está echada.

Pero ¿qué imaginan quienes gobiernan que habrá de ocurrir después?

Puede ser una pregunta ingenua pero ¿qué desean que ocurra? y ¿qué están dispuestos a hacer para que eso pase? ¿Qué creen que es más probable que ocurra y qué estrategia de reparación de daños imaginan?

Palabras más, palabras menos, el ministro Martín Guzmán dijo que anunciaría un programa económico integral, detallado, por escrito. Una práctica abandonada, pero que fue habitual históricamente cada vez que se hacía cargo de la gestión una política vigorosa, más allá de su resultado final.

Ese anunció aún no ha existido.

Convengamos, una propuesta de negociación de la deuda externa necesariamente implica un “cash flow” nacional.

Punto aparte le cabe a las disposiciones sobre congelamiento de algunas jubilaciones, gasto público e incrementos de impuestos que, sin dudas, reflejan el “preacuerdo” con el FMI derivado de las reuniones y conversaciones con la nueva Directora Gerente. Cualquiera sea la opinión, esas disposiciones reflejan una sintonía enlazada entre el FMI y el ministro Guzmán. Es una buena noticia.

No obstante, el cash flow es condición necesaria de cualquier financiamiento. Ese flujo requiere de una política destinada a incidir en los ingresos fiscales; y estos estarán en función de lo que ocurra con el nivel de actividad económica y la presión tributaria administrada.

Como es obvio, esa proyección, plena de estimaciones, también está integrada por el compromiso de gastos (expansiones y restricciones) que el Gobierno habrá decidido afrontar.

Todos sabemos que son “estimaciones” y voluntad de compromisos sobre los gastos que se cree que políticamente se pueden afrontar.

En los viejos tiempos, esas eran las variables del Presupuesto Económico Nacional, que es lo que “suponemos” que, como consecuencia de las estimaciones de las condiciones internacionales (viento de cola o de bolina mundial) y de nuestras políticas (precios, salarios, moneda, inversión, tipo de cambio, exportaciones, flujo de capitales) habrá de ocurrir.

Esos números importan para todos. Para los acreedores y la negociación, y para la sociedad.

Pero no tanto por la exactitud de los valores, sino porque dicen mucho acerca de “la política”. Nos dicen del ministro conceptos como: “Mirá lo que veo” (realismo), “mirá lo que quiero hacer” (sensatez) y “mirá todo lo que tengo en cuenta”.

Ese anuncio, que falta, pondría en claro dos cosas: O te creo que lo querés y los podés hacer (acreedores) y te sostengo porque es lo mejor (la sociedad); o ninguna de las dos.

Economía y política. No una, sino ambas.

Guzmán nada ha dicho. Pero Axel Kicillof, que se mueve como “la alternativa”, tiene una deuda provincial y un vencimiento. Y ha dicho mucho.

Ha propuesto – supongo aunque no lo conozco – un plan de postergación de pagos hasta mayo.

Es lógico que Kicillof no pueda ofrecer un “plan – cash flow” sin tener primero acceso al de la Nación. Con lo que – más allá del eventual default provincial – el nudo gordiano de la cuestión es la resolución de la deuda nacional; y ésta – sí o sí – implica un primer programa integral en función de la propuesta de pago de la deuda y las alternativas posibles si ese plan de pagos es rechazado.

Nada de eso está a la vista.

Pero además, en la práctica, la deuda externa nacional, al igual que en el caso de NK, tiene una fuerza paralizante respecto del largo plazo.

Pareciera que el gobierno no formulará un programa de corto plazo integral y consistente, hasta tanto se resuelva el problema de la deuda. Y tampoco se formula una visión de largo plazo para comprender a dónde finalmente queremos ir.

El gran riesgo de esa ausencia, que gobernó los años de NK y los de CFK y los de MM, es la continuidad de “una economía para la deuda”. La economía del miedo que paraliza contribuye a consolidar la economía para la deuda.

Una visión de largo plazo dista años de ser obvia. Implica definir políticas demográficas y de ordenamiento territorial; políticas de desarrollo exportador; de inversiones reproductivas; de estrategia de sustitución de importaciones; de reasignación de ocupación sectorial; de peso y función del sector público, entre otras.

Es obvio que la actual estructura de ocupación del territorio es absolutamente inviable a mediano plazo ni bien formulamos proyecciones demográficas; es obvio que la continuidad de la primarización de nuestras exportaciones impide imaginar un excedente suficiente para crecer; es obvio que la continuidad de la tasa de inversión reproductiva en Argentina es una garantía, ya no de estancamiento sino de regresión acelerada de la productividad y del nivel de ingreso por habitante; no es sostenible que las principales cadenas de valor, excluyendo la agroalimentaria, continúen su déficit comercial internacional infinanciable; es inviable – en este nivel de desarrollo y aún duplicando el PBI por habitante – tener más del 80% de la población ocupada en el sector terciario, destacando que el número de personal doméstico es igual al personal de la industria manufacturera de transformación y -sin agotar el tema – es obvio que es imposible mantener cuatro millones de empleados públicos en blanco, más otros miles de trabajadores en el sector público que reciben planes nacionales o provinciales para tareas requeridas por el sector y no forman parte de la planta permanente.

Todas esas carencias, y otras más, componen lo que llamamos “la economía para la deuda”. El no enfrentarlas o postergar el enfrentarlas es “la economía del miedo”.

Debemos cruzar el río tormentoso y encarar la negociación de la deuda. Pero hay que enfocarla con el prometido- y no presentado- programa.

Todo será inútil en el mediano plazo – para ser generoso – si no definimos de manera urgente esa “visión” de largo plazo y las estrategias para conducirla.

Eso aún no está, y tampoco ha sido prometido.

Pero, justamente, no está desde que comenzaron el endeudamiento y los default que ese proceso han provocado.

Es que la economía de Argentina, tal como está hoy diseñada, es una “economía para la deuda”, y si no transformamos esa estructura, la deuda es una condena de cumplimiento inexorable.

Argüir la necesidad de resolver la deuda externa primero, para después pensar, es paralizante. Y esa actitud es responsable, al menos en parte, de no encontrar la salida y volver a empezar.

Es difícil encontrar aquello que no se busca.

La ley propuesta por Guzmán es simplemente un reglamento. No podía ser otra cosa.

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La novedad, única y mas que elogiable, es la norma de limitar las comisiones de los “operadores financieros” a 0,1 %. Es un gesto frente a las francachelas que hemos sufrido en muchas de las ocasiones anteriores.

Pero, como hemos dicho, la estrategia antiinflacionaria excluyente también es paralizante. “Resolvamos primero esto y después vemos”.

Es lo que pasa con la inflación. La obsesión por resolver la deuda antes de pensar el largo plazo, se convierte en una pinza que nos amarra. Repetimos que primero hay que resolver la inflación, antes de pensar el largo plazo.

El error es que el largo plazo atiende a la estructura, y ni la inflación ni la deuda se pueden resolver sin atender la estructura.

La recurrencia del dominio del corto plazo es una demostración de la inviabilidad de resolver ninguna de las dos enfermedades si no atacamos los déficits estructurales.

La inflación viene de largo. Durante el Estado de Bienestar (1945/74) la inflación fue 26,8% anual promedio. Pero luego vino la fundación del Estado de Malestar, en el que aún estamos. Durante 1975/91 la tasa promedio se multiplicó por 20 y llegó al 500% anual. Fueron los años de la deuda.

En una sub-etapa del Malestar – cuando renunciamos a la moneda nacional emitiendo vía endeudamiento –ocurrió la estabilidad funeraria del 2,8% promedio anual de la Convertibilidad, entre 1992/2001.

A esa sub-etapa le sucedió la hecatombe de desempleo y la fundación estructural de la pobreza y constitución de la nueva oligarquía de los concesionarios.

El estallido de la “estabilidad” produjo el default “en serio” y desde 2002/19, en pleno Malestar (pobreza, estancamiento, desempleo) y auge de fortunas, el promedio de crecimiento de los precios se multiplicó por 10: 24% anual.

En otros tiempos, compartíamos “fuertes procesos inflacionarios” con la geografía mundial. A mitad de los ´80, Israel alcanzó 450% y Méjico casi 200% de incremento anual de precios de consumo. En los ´90, Chile y Colombia superaban 30% anual y – a fines de los ´90 – Brasil rondó 200% por año.

A la crisis del petróleo (1973/4) –geopolítica y de decisión monopólica –Estados Unidos la atravesó en “estanflación”. En 1974, la inflación en Italia era 25% y en  Gran Bretaña 19%.

Hubo un tiempo en que nuestros números no eran tan distintos de los de otros países.

Lo “raro” es que mientras los demás pasaron de la inflación a un estado de estabilidad compartida, nosotros no lo hemos logrado.

Y cuando la alcanzamos por un período más o menos largo, no fue por mérito (inversión, productividad, empleo, competitividad, equilibrios) sino por defectos (desinversión, estancamiento, desempleo, pérdida de mercado y profundos desequilibrios sociales, fiscales, externos, endeudamiento por encima de la capacidad de pago) que garantizaban el posterior fracaso.

La historia inflacionaria comparada nos anoticia que somos “inflacionariamente raros”, separándonos abruptamente de los demás por algo que está detrás de escena. ¿Qué no hicimos?

La inflación se mide en el Mundo. En esto hemos sido raros. Durante las gestiones de Felisa Miceli, Miguel Peirano (que renunció cuando advirtió que la lucha contra la intervención al INDEC era inviable y cuando se negó a firmar el decreto del tren bala) , Martín Lousteau (que trató de sancionar la 125 y firmó el escandaloso decreto del tren bala), Carlos Fernández, Amado Boudou, Guido Lorenzino y Axel Kicillof (que trató de justificar no medir la pobreza) se manipularon los índices para fabricar estabilidad estadística, algo realmente original, creativo, “si no puedes bajar la fiebre, mete el termómetro en el hielo”.

Nos hemos hecho un país “estructuralmente raro” o inexplicable.

En ese sentido, hace ya muchos años, Simon Kuznets (Premio Nobel 1971 y desaparecido en 1985) aportó una afirmación histórica para fundamentar nuestra rareza. Dijo, más o menos, hay cuatro clases de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón – “raro” porque logró el desarrollo armónico con escasez de recursos naturales y catástrofes bélicas nucleares – y la Argentina – “rara” porque a pesar de sus recursos naturales y temprana expansión, padece de subdesarrollo y desarmonía-.

Nuestra inflación es una “mega inflación” en un mundo en el que la inmensa mayoría de los países viven el problema inverso: el de la “demasiada estabilidad” de precios (y tasas de interés cercanas a cero).

La inmensa mayoría de los países no sufre de inestabilidad (pocos cambios de precios relativos); y tampoco sufre la aplicación de tasas de interés irracionales para frenarla.

Nosotros padecemos enormes cambios en los precios relativos, muchos de ellos producidos por decisiones de política económica, y niveles de tasas de interés únicas en la historia planetaria. Habla de un problema de diagnóstico.

¿Lo que explica nuestra “rareza” es la inflación? ¿Lo que nos normalizaría sería terminar con la inflación? ¿Si terminamos con la inflación, pasaríamos a ser normales? Un día sin fiebre y podemos salir a la calle. ¿Cuántos días, años, sin inflación nos permitirían salir a la calle?

Hemos experimentado años “sin inflación”-lo vimos – y sin embargo el remedio terminó peor que la enfermedad. Adelgazar a base de anfetaminas es posible, pero quemamos el cerebro. Nos tornamos estúpidos. Iatrogenia política.

En política, más que la enfermedad, lo que tiene consecuencias es el remedio. El método, que es lo que practica la política. Lo que debería discutir la política.

Una primera consideración sería que “lo raro” no es tanto tener inflación, como el hecho “político” de no haber comenzado a “no tenerla” cuando la mayor parte de los países avanzaron en su extinción. Muchos países que viven en la pobreza tienen estabilidad.

¿Qué es lo que no hicimos en la economía argentina y qué es lo que los demás países hicieron? Esa es la pregunta.

En realidad, no somos un país raro por tener inflación; sino que tenemos inflación porque somos un país raro. Lo somos en nuestra estructura, porque han sido raras las políticas que la han conformado.

Es lo que insinúo Kuznets, Argentina inexplicable, y es la de una estructura económica incapaz de dar satisfacción a los equilibrios fundamentales en relación al potencial de recursos y oportunidades heredados.

La inflación, no la histórica, que ocurría en un mundo menos interconectado con más autonomía para los países y con mayor capacidad para administrar los costos de la misma, sino la que ocurre ahora – en un país limitado por los compromisos internacionales como el MERCOSUR o los que se derivan de la OMC o de los convenios destinados a colocar los excedentes fácilmente exportables -, esa inflación, es un problema cuya solución es de una arquitectura extremadamente compleja.

Mucho más compleja cuando, a medida que transcurre, se hace inviable reducir el número de personas bajo la pobreza, generar inversiones masivas para acabar con el desempleo creciente, todo lo que agrega (a las tensiones del balance de pagos, del balance fiscal) la resquebradura de la delgada línea que divide el campo de la tranquilidad social, del conflicto sin retorno.

Sí, somos un bicho raro en el mundo. Pero no por la inflación. Ni por la deuda.

Sino porque – desde que se acabó la modernidad del Estado de Bienestar – hemos dejado de hacer lo que realmente hizo y hace, el mundo que abatió la inflación a base de crecimiento de la productividad y pudo refinanciar su deuda “sine díe”.

La productividad es un problema de organización, de saber cómo. Pero esencialmente es un problema de inversión, que contiene, en los equipos de producción, el saber cómo.

La principal, dramática, ausencia de política que nos hace increíblemente raros, que hace que nos comportemos de modo inhabitual, de modo poco común, extravagante, es la ausencia durante más de cuatro décadas, de una “política de promoción de la inversión”. Necesitamos de una verdadera, masiva, contundente.

En las condiciones en las que estamos, debe ser una promoción fundamentalmente para las inversiones capaces de generar nuevas exportaciones o agregarle valor a las que ya podemos exportar, y que ganen mercados internos, que generen oportunidades de empleo en el interior profundo de la Argentina, para equilibrar el ordenamiento territorial, que generen la posibilidad de la cultura del trabajo en ese infierno social en el que hemos convertido al conurbano.

Todos los países desarrollados, y los que no lo son, como nuestro socio Brasil, tienen la energía política concentrada ahí: en la inversión.

La lucha principal no es contra la inflación, que es una consecuencia. La prioridad confunde el diseño estratégico. El problema principal a resolver no es la deuda, sino lo que la provoca.

La atracción fatal de resolver la inflación y la deuda externa, sin prestarle la misma urgencia a lo estructural, nos condena a repetir el escenario desde hace 45 años.

La lucha impostergable, antes de que sea demasiado tarde, antes del punto de no retorno, es por la inversión, generar proyectos, imaginar el país necesario, hacerlo posible.

Es absolutamente falso que no haya recursos. Lo que sin duda falta, son ideas y dirigentes apasionados. Sí, apasionados, que las pongan en marcha.

Somos un bicho raro por intentar, una y otra vez, creer que la fiebre es una enfermedad y no un síntoma; y tratar de bajarla sin atacar la infección.

Sin una dinámica inversora continua y poderosa, no hay equilibrio fiscal ni externo y – en las condiciones actuales – tampoco equilibrio social.

No es la inflación el problema en sí. Sino lo que la produce. No es la deuda el problema en sí, sino lo que la provoca.

Y lo que la produce es la incapacidad de sostener condiciones de vida que, sin productividad exportadora y generadora de empleo productivo, no se pueden mantener.

No hay gasto público sustentable sin un proceso de inversión acelerado. Hablemos de lo que hay que hablar. Pero no solamente de lo que nos paraliza. Estamos cultivando la economía del miedo.

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